La educación ambiental es una forma de mirar y también una forma de transmitir lo que uno ve. Esa es la “fina mirada” de la que hablaba mi profesor del ciclo, la que hace que, cuando camines por el campo, la ciudad o las riberas, empieces a percibir detalles que antes pasaban desapercibidos.
El asombro y la curiosidad se despiertan, surgen nuevas preguntas y, casi sin darte cuenta, comienzas a buscar respuestas… y sigues caminando con más curiosidad, más asombro y más vida.
Un día te descubrirás observando huellas, siguiendo rastros, leyendo los muros y sus formas, escuchando el canto de las aves e imaginando dónde están y cómo se mueven.
O, como me ocurre a mí, soñarás despierto al contemplar fallas y anticlinales, imaginando la Tierra moviéndose en tiempos remotos y adivinando los bailes lentos y constantes que dieron forma a estas tierras.
Para mí, la educación ambiental es justamente eso: una forma de mirar cómo se entrelazan estos patrimonios fascinantes y transmitirlos con cariño y con todas las herramientas que dispongo.